martes, 16 de julio de 2013

Inercia


¿Cuanto tiempo se puede vivir por inercia, ausente de la fuerza que lo empujaba a uno a vivir? ¿Cuanto dura el sobrante de ese impulso que se agota y lo deja a uno rodando sin rumbo en una carretera desconocida en medio de la oscuridad? A veces camino a traspiés, ebrio de nostalgia, vacilante. Se ocultarlo cuando alguien me ve, sin embargo al instante siguiente me derrumbo y solo mis huesos me mantienen así, muerto de pie y andante, con el rostro inmóvil, inexpresivo, atado a mi cráneo como una máscara en un muñeco crucificado en medio de la siembra para asustar a las aves. Espantapájaros horrendo que alguna vez fue hombre y hoy ignora por igual al sol que a la lluvia, al día y la noche mientras se cae en pedazos.

¿Cuanto tiempo se debe esperar esa tormenta definitiva? Ese rayo destructivo vengador y sorpresivo que ponga punto final en un instante a la terrible comedia del hombre deshecho. ¿O será que hay vida en estos brazos de paja quebradizos y secos que podrían desprenderse con un pequeño vendaval? ¿Hay vida en estas manos que alguna vez envolvieron al mas bello de los rostros para acercarlo a estos labios hoy cuarteados y blanquecinos?

Así, al final de un día interminable no duermo sino me desvanezco, para despertar ocasionalmente con la esperanza de los que han muerto en un extravío, de ser rescatados en un último instante. De ver el rostro de quien esperaron toda la vida aparecer y tenderles la mano.

Recuerdo alguna vez el haber encontrado a un gorrión moribundo tras la tormenta, en la calle mojada y aún sabiendo que quizás viviría sólo unos cuantos minutos más lo envolví en mi ropa, acerqué a mi calor y le dije que nadie debe morir solo en el frío sin el calor de una mirada compasiva y una caricia sobre su cabeza.

Quizás precise semejantes cuidados en un futuro cercano, pero antes necesito saber hasta donde me llevará este ultimo impulso, esta inercia del estallido que es vida y muerte en simultáneo hoy que ruedo cuesta abajo hacia la profundidad.


El Reflejo


Estamos aquellos quienes acostumbramos mirar al vacío, desenfocados de las cosas, sin objetivo alguno absortos en el reflejo de la luz sobre las superficies brillantes, como dicen, clavados en la textura, aunque he aquí mi confesión al respecto: es un escape, una fuga, es la manera de lidiar con lo avasallador del mundo que, imparable parece arrastrarnos aunque corramos sin aliento sólo para permanecer.

¿Quien mas mira al vacío? ¿Los moribundos en el día que el destino les tiene marcado como último? ¿Los ebrios en la barra del bar a quienes les cobran por semana hasta que un día hasta que un día dejan su cuenta sin pagar y desaparecen? ¿Las víctimas que vencidas e impotentes respiran por inercia, cuando lo que desean es un golpe final, definitivo que acabe con lo que queda de sus cuerpos ultrajados y rotos?

Quienes miramos al vacío con regularidad descubrimos de vez en vez reflejada en los cristales la belleza de un rostro, el fragmento incapturable de un cuerpo que pasa o permanece brevemente detenido en una extraordinaria distracción, para luego dejar tan solo esa colección de reflejos, brillos, texturas, superficies de todos tipos, y a veces, con un poco de suerte, cielo, nubes, árboles y ramas que el viento mece en un vals lento y burdo y por supuesto el recuerdo de aquella frase aterradora de Nietzsche para aquellos que miran largamente hacia el abismo, que el abismo a su vez los esta mirando