sábado, 25 de julio de 2015

No Te Puedo Culpar


No te puedo culpar por hacerte inolvidable, fuí yo quien ayudó a que acabaras siéndolo, esperándote en la mitad de la noche, colocando la lámpara china de papel rojo en la habitación para verte cálida y sensual, equalizando tu disco favorito de Isaac Hayes para que su voz te hiciera temblar, derretirte entre mis manos, contorsionarte  y exhalar el aire etílico del vino que robaste y que guardé hasta que pudiéramos reunirnos de nuevo, ser ese yo secreto que pasa desapercibido ante los ojos de los demás pero que se desnudaba con facilidad sin pudor alguno cuando nuestro caminar nos llevaba al mismo cuarto.

A veces cuando recorría tu piel con mis labios me detenía a tratar de percibirlo todo, como si nada de eso fuera lo suficientemente real y requiriera recabar pruebas, grabar en mi memoria detalles de tu piel, las zonas más aterciopeladas, las más suaves, las cicatrices de tu niñez traviesa, la mordida del perro aquel que tanto odiaste y el mapa estelar de tus lunares. Algunos detalles acabé incluso detestándolos , y sin embargo besé cada centímetro recorrido, no una, sino cada vez, porque las tierras no las descubren los viajeros que pasan sino quienes las habitan y las hacen su casa, solo ellos son quienes pueden dar testimonio válido de su naturaleza.

No te puedo culpar por aquellas palabras indelebles que hoy me matan sólo para resucitarme y mantenerme vivo aún en contra de mi voluntad, palabras tan ordinarias que ni siquiera contenían promesa alguna de amor, solo una débil confesión de cariño y una manera de llamarme que nunca sonó igual en otros labios, no al menos en las dos décadas posteriores a ese momento.

Todo lo que llegó después me lo hice a mi mismo, el naufragio vino y los amantes que fuimos uno para el otro lo fuimos inclusive mejor para alguien mas, mas veces, mas tiempo con mejores frases depositadas con suma delicadeza en el el oído del otro, sólo que hay días, mas bien noches que no recuerdo ninguna de ellas, solo a mí, haciendo equilibrismo en una silla mientras engancho la lámpara china al tiempo que tú con la piel helada frente a mi puerta tocas el timbre.