sábado, 14 de noviembre de 2015

Muñeca Grande

Ella era una muñeca grande, demasiado grande dirían algunos, sus largas piernas blancas parecian interminables cuando se extendía descalza en el sofá de terciopelo beige, todo en ella era esa afortunada combinación de colores que tantos hombres ansían, el cabello casi rubio sobre su piel de un rosa pálido en el que sus ojos castaños aparecían como plácidas gemas a la espera de ser admiradas, de maravillar, de endulzar incluso a aquellos vecinos de la amargura como yo que arrastramos nuestros huesos durante la noche hasta la madrugada. Su belleza no venía exenta de un precio, había que abrazarla, contenerla entre los brazos fuertemente porque esa muñeca grande era presa de la desesperación, su vida estaba desmoronándose  lentamente entre la soledad y la renuncia sistematizada de cada sueño que había emprendido, ya sea por mala suerte o falta de carácter.

Necesitaba embriagarse, no demasiado, solo lo suficiente para sentir que podía visitar al bohemio cavernario que  resistiera el embeleso de su piel y su aroma y la tomara con suficiente fuerza para mezclar su sudor con alguna que otra lágrima que sus mejillas enrojecidas pudieran fusionar.

Bajo la blusa de seda y botones aperlados quedaban las marcas de las manos que la estrujaron fuertemente el fin de semana y que los días borraban como se borran los viernes de embriaguez durante la semana en la que la vida parece normalizarse hasta el punto insoportable que orilla a repetir el ciclo, semana tras semana.

Poco o nada era lo que podía ofrecerle a la gran muñeca que intrigaba a más de uno con su vida secreta, su altivez en el trabajo y su menosprecio hacia aquellos que le parecían poco dignos de su compañía, sin embargo yo que conocía su secreto lo sabía, era una muñeca rota que se mantenía unida frágilmente pero que tarde o temprano acabaría por caer en pedazos tan pronto como reconociera su escasa sonrisa, su afán de rescatar mascotas perdidas y su absurda necesidad de dormir en una cama extraña y huir en la madrugada al instante en que el amanecer lo permitiera. Recuerdo con gran pesar el momento en que vino por última vez, después de entregarse me miró fijamente sosteniendo mi cabeza en sus manos, tomo aliento para decir algo y soltó un suspiro. En el fondo sabía que soy un hombre hueco, inmune a la belleza, incapaz de salvar siquiera a una planta cuya maceta derriba el viento. No sabría decir si acabó de resquebrajarse o sanó su interior de muñeca rota, ni si mi casa fue parte de su desmoronarse o el taller de marionetas que donde reparase sus grietas. Lo cierto es que quizás deba agradecerle no haber dicho nada esa última vez, las palabras, aun las que son amables o bellas tienden a herir con el tiempo a los hombres huecos

sábado, 25 de julio de 2015

No Te Puedo Culpar


No te puedo culpar por hacerte inolvidable, fuí yo quien ayudó a que acabaras siéndolo, esperándote en la mitad de la noche, colocando la lámpara china de papel rojo en la habitación para verte cálida y sensual, equalizando tu disco favorito de Isaac Hayes para que su voz te hiciera temblar, derretirte entre mis manos, contorsionarte  y exhalar el aire etílico del vino que robaste y que guardé hasta que pudiéramos reunirnos de nuevo, ser ese yo secreto que pasa desapercibido ante los ojos de los demás pero que se desnudaba con facilidad sin pudor alguno cuando nuestro caminar nos llevaba al mismo cuarto.

A veces cuando recorría tu piel con mis labios me detenía a tratar de percibirlo todo, como si nada de eso fuera lo suficientemente real y requiriera recabar pruebas, grabar en mi memoria detalles de tu piel, las zonas más aterciopeladas, las más suaves, las cicatrices de tu niñez traviesa, la mordida del perro aquel que tanto odiaste y el mapa estelar de tus lunares. Algunos detalles acabé incluso detestándolos , y sin embargo besé cada centímetro recorrido, no una, sino cada vez, porque las tierras no las descubren los viajeros que pasan sino quienes las habitan y las hacen su casa, solo ellos son quienes pueden dar testimonio válido de su naturaleza.

No te puedo culpar por aquellas palabras indelebles que hoy me matan sólo para resucitarme y mantenerme vivo aún en contra de mi voluntad, palabras tan ordinarias que ni siquiera contenían promesa alguna de amor, solo una débil confesión de cariño y una manera de llamarme que nunca sonó igual en otros labios, no al menos en las dos décadas posteriores a ese momento.

Todo lo que llegó después me lo hice a mi mismo, el naufragio vino y los amantes que fuimos uno para el otro lo fuimos inclusive mejor para alguien mas, mas veces, mas tiempo con mejores frases depositadas con suma delicadeza en el el oído del otro, sólo que hay días, mas bien noches que no recuerdo ninguna de ellas, solo a mí, haciendo equilibrismo en una silla mientras engancho la lámpara china al tiempo que tú con la piel helada frente a mi puerta tocas el timbre.

sábado, 30 de mayo de 2015

Cualquiera puede perder a una mujer

Recuerdo su cuerpo delgado y suave como si lo hubiera acariciado ayer, su voz tersa, pequeña, de terciopelo. Y cuando la recuerdo a veces se mezclan en mi memoria tambien malos recuerdos. Sus ojos llorosos, su voz quebrada, mi ebriedad y su decepción. Su abandono y mi descenso a ser un muerto en vida, un zombie que devora otros cuerpos, se embriaga y permanece deambulando a traves de los días y semanas en una rutina de excesos.

Me gusta recordarla atenta a mí, si la fascinación tiene un rostro era el de ella, su rostro, su sonrisa, y su mirada. Tenía esa expresión de quien trata de comprenderlo todo. Solo los extraños bohemios como yo en su errático andar resultamos incomprensibles para alguien como ella, y con toda razón. Yo mismo resulto incomprensible hasta para mi mismo, inaceptable también.

Vuelvo de manera cíclica al tema y no me acabo de comprender ni perdonar, si hubiera sabido que veinte años despues seguiría aferrado a su recuerdo, de esa manera, hubiera tomado la misión de conservarla por sobre todas las cosas.

¿Cómo olvidar esos pies delgados caminando descalzos a mi alrededor? ¿Cómo dejar atrás el recuerdo de su figura tan fina en un ligero vestido estampado de flores? Cualquiera puede perder a una mujer, pero quienes la amamos de verdad perdemos el alma al mismo tiempo.

Hoy soy aquel que la sueña despierto, que la googlea ocasionalmente, que sueña la máquina del tiempo para volver al instante de coincidir en ese noviembre de 1995 en que puso sus manos en las mías, en que puse mi vida en las suyas.